En la última década, el bienestar se volvió digital. Lo que antes requería acudir a un gimnasio, un terapeuta o un nutriólogo, hoy cabe en la palma de la mano. Hay aplicaciones que miden el sueño, calculan las calorías, monitorean los pasos, guían meditaciones o registran el ritmo cardíaco en tiempo real. Según la consultora Statista, existen más de 400 mil aplicaciones de salud y fitness en las tiendas digitales, y cada año surgen miles de nuevas opciones. Sin embargo, este auge trae consigo una paradoja: nunca habíamos tenido tanto acceso a la información sobre nuestro cuerpo y, al mismo tiempo, nunca había sido tan fácil perderse en ella.
Las apps de salud prometen autonomía y autoconocimiento. Gracias a los sensores de los teléfonos y relojes inteligentes, cualquier persona puede monitorear su actividad física, su frecuencia cardíaca o sus patrones de sueño. Esta tendencia, conocida como auto-cuantificación, busca convertir el bienestar en datos: pasos contados, minutos de meditación, calorías ingeridas, horas dormidas. En principio, el objetivo es positivo —tomar decisiones informadas sobre la propia salud—, pero también puede derivar en un exceso de control que roza la obsesión.
Un ejemplo claro es la orthosomnia, un trastorno identificado en los últimos años por investigadores del Journal of Clinical Sleep Medicine. Se refiere a la ansiedad provocada por intentar dormir “perfectamente” con ayuda de relojes o aplicaciones que miden el sueño. En lugar de descansar, la persona se mantiene alerta, pendiente de si cumplirá sus objetivos de sueño profundo o si el dispositivo registrará una mala noche. Así, la búsqueda de bienestar termina generando estrés y culpa.
Otro fenómeno relacionado es la infoxicación, término acuñado por el sociólogo Alfons Cornella para describir la fatiga mental causada por la sobreabundancia de información. En el contexto del bienestar digital, ocurre cuando los usuarios se enfrentan a métricas, notificaciones y recomendaciones constantes que a veces se contradicen entre sí. Una app sugiere comer cada tres horas, otra propone ayuno intermitente; una marca 8 mil pasos como meta, otra exige 10 mil. El resultado: confusión, frustración y pérdida de confianza en los propios criterios.
El problema no está en la tecnología, sino en cómo la usamos. No todas las aplicaciones de salud son iguales ni están respaldadas por evidencia científica. De hecho, muchos estudios advierten que una parte importante de las apps disponibles carece de validación médica o de protocolos de privacidad sólidos. En ese sentido, aprender a distinguir las herramientas valiosas de las superficiales es crucial. Una app útil es aquella que ofrece información basada en ciencia, cuenta con asesoría de profesionales de la salud y, sobre todo, no genera dependencia emocional.
Algunas universidades y organismos de salud recomiendan seguir ciertos criterios antes de descargar una aplicación: verificar quién la desarrolla, revisar si cita fuentes médicas o estudios científicos, leer las políticas de privacidad y, en lo posible, consultar con un profesional antes de seguir sus consejos. También conviene cuestionar si la app nos ayuda realmente a sentirnos mejor o si simplemente nos hace sentir vigilados por nuestros propios datos.
El bienestar digital, bien entendido, debería liberar y no controlar. La tecnología puede ser una aliada poderosa para crear hábitos saludables, siempre que se utilice con sentido crítico. De lo contrario, corremos el riesgo de transformar el autocuidado en un nuevo tipo de estrés: el de medirnos sin descanso.
Al final, el desafío consiste en reaprender a escucharnos. Los relojes, pulseras y teléfonos pueden registrar ritmos y patrones, pero no pueden interpretar las emociones detrás de ellos. Entre el silencio de una respiración consciente y la alerta de una notificación, el bienestar verdadero sigue estando en el equilibrio: usar la tecnología para conocernos, no para perseguirnos.
















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