Por Bruno Cortés
Agosto llega en medio de un panorama económico que no sólo luce sombrío, sino que además evidencia las contradicciones de un modelo que presume estabilidad macroeconómica mientras la mayoría de la población apenas sobrevive. El crecimiento del PIB es prácticamente nulo, lo que representa no solo una desaceleración, sino una alarma encendida sobre el agotamiento de la estrategia económica del gobierno.
Mientras los voceros oficiales aseguran que “vamos bien”, los datos reales pintan otro escenario: un consumo estancado, inversión en pausa y un mercado laboral que ofrece empleos precarios, mal pagados y sin seguridad social. La población, lejos de experimentar una mejoría, vive con más incertidumbre, más deuda y menos margen de maniobra.
La inflación ha bajado, pero no lo suficiente para representar un alivio real. Los precios de productos básicos siguen por encima de lo que puede pagar una familia promedio. La baja en las tasas de interés tampoco ha estimulado el crédito de forma efectiva, porque los hogares no tienen capacidad de endeudamiento y las empresas no quieren arriesgarse en un entorno tan incierto.
El empleo formal crece a paso de tortuga, mientras el informal se dispara. Más gente vende en la calle, más jóvenes abandonan sus estudios para trabajar, y más adultos mayores siguen buscando ingresos porque sus pensiones no alcanzan. La narrativa del “mercado fuerte” simplemente no corresponde con la experiencia diaria de millones.
En este contexto, las remesas han comenzado a disminuir, quitándole al país una de sus fuentes clave de liquidez. Al mismo tiempo, el gobierno aplica recortes al gasto público, afectando programas sociales y debilitando los servicios básicos. Las promesas de transformación social suenan huecas cuando el ciudadano común enfrenta hospitales colapsados, escuelas sin recursos y transporte inseguro.
La inversión privada está congelada. La incertidumbre política, los cambios en el Poder Judicial y las tensiones con socios comerciales han paralizado proyectos que podrían generar empleo. A esto se suma una política energética sin rumbo claro, que genera más desconfianza que certidumbre entre los inversionistas.
La clase media, cada vez más delgada, carga con el peso de la inestabilidad. Pagan más impuestos, reciben menos apoyos y enfrentan mayores barreras para acceder a servicios de calidad. Mientras tanto, los grandes capitales siguen operando con privilegios fiscales y licitaciones a modo, perpetuando una desigualdad que se profundiza año con año.
Agosto se convierte así en una metáfora de la economía mexicana: caluroso, seco y plagado de falsas promesas. Lejos de ser un mes de recuperación o impulso, se perfila como otro periodo más de sobrevivencia, donde la mayoría solo espera no perder lo poco que ha logrado conservar.
La narrativa oficial insiste en que todo va de acuerdo al plan, pero ese plan parece beneficiar solo a unos cuantos. La economía mexicana no necesita discursos optimistas, necesita una cirugía mayor. Y mientras esa cirugía no llegue, agosto será solo otra página más en la historia de una nación que sigue postergando su verdadero despertar económico.
Porque cuando la economía se define por lo que se dice desde el poder y no por lo que vive la gente en la calle, no estamos ante un país en desarrollo: estamos ante una gran simulación.
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